LA ÚLTIMA COMUNIÓN DE SAN JOSÉ DE CALASANZ
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ABC
En el año 1819 sufre Goya una de sus crisis motivada por una grave enfermedad, de la que salió con la imaginación soliviantada y la técnica todavía más subjetiva y furiosa. Pero antes de esta exacerbación de sus rebeldías, Goya elabora su obra religiosa de más hondas resonancias espirituales. El 9 de mayo se le encarga por los escolapios de San Antón La última comunión de San José de Calasanz. Y el cuadro es inaugurado el 27 de agosto de este año.
Es difícil establecer una primacía de valores en los cuadros de Goya, y, sin embargo, puede afirmarse que quizá sea ésta su obra más compleja, de una intensidad emotiva más grave y de una técnica más dócil al temblor y hondura de la inspiración. La iluminada por un éxtasis más en vilo y la asentada en una más humana comprensión de la santidad.
Con este cuadro Goya rendía su homenaje a las Escuelas Pías, en cuyo colegio, con aquel padre Joaquín, recordado a Zapater, aprendió no solo las primeras letras, sino el fundamento de las humanidades – Goya sabía latín – que fueron la base de la cultura del gran pintor aragonés. Este cuadro fue precedido de un boceto de factura nerviosa, de rápidos y geniales empastes, iluminado con un rayo metafísico de abolengo rembratiano, que hoy se encuentra en el Museo de Bayona.
El cuadro de los escolapios de San Antón es la culminación de un proceso técnico que encuentra aquí su equilibrio más logrado. El cambio de gama iniciado hacia 1808 y acentuado desde 1814, con su predilección por los negros, los rosas, los blancos de cal y los amarillos con luz metálica de oro, se consolida sin acritudes en este lienzo en el que una pincelada frondosa y apretada, veloz y exenta como los brillos, puede seguir todas las tenuidades de la expresión.
La escala cromática de Goya se ha reducido y concentrado y las veladuras que transparentaban gasas como aguas superficiales y los reflejos largos de toque velazqueño han sido sustituidos por frotes entrecortados y vibrantes por manchas esenciales de cuajada y grumosa luz. Las calidades se consiguen convirtiendo las superficies en un hervidero de destellos, espesando los tonos con una materia pictórica tan sólida y segura, que se coloca con espátula o con cañas y matizando los relieves con esas sombras que modelan sintéticas, como los pulgares.
En los lienzos de ésta época, Goya elabora unos colores ya filtrados por la reflexión, desgajados de los naturales y con los cuales se consiguen, sin embargo, los efectos más veristas y los tactos más reales.
En este cuadro, como en otros de ésta época, las figuras emergen de un fondo gris negruzco atravesado por rayos que la espectralizan. Sobre un esquema del Dominiquino – inspirándose, según el señor Sánchez Cantón, en una cuadro de Crespí – crea Goya en San José de Calasanz la fisonomía más transverberada de divinidad, la expresión humana más irradiante de santidad. Parece que esta cabeza apoya su mentón en la mano de Dios. Goya sitúa frente a frente sin picardía de contrastes, al sacerdote de rural y masiva postura, con el torpor de tener en sus manos todo el misterio, y a San José de Calasanz, de faz abierta y clara como una catedral, tan en el colmo del éxtasis, que no puede haber hiato, entre el agonizante y el bienaventurado. No hay en toda la historia del arte un grupo tan impregnado de congoja religiosa, tan consciente de hallarse en el regazo mismo de lo Eterno. Un séquito recatado de en las sombras contempla este symposio de Dios y los hombres. Los colegiales forman un coro angélico de cabezas inclinadas y los padres escolapios se arrodillan cegados por la divinidad que se posa ahora en los labios del santo.
En este mismo año, Goya regala a las Escuela Pías un cuadrito LA ORACIÓN EN EL HUERTO, boceto que no llegó a plasmación definitiva. Es el de este cuadro un Cristo implorante, en terrible soledad, abrumado de una luz que descubre su total aflicción humana. Ante el ángel que, como los de El Greco, tienen calidad de rayo, Cristo abre los brazos, como cualquiera de esos reos de muerte que estremeció en otras obras el pincel o el buril de Goya.
Digamos, por último, que LA ÚLTIMA COMUNIÓN DE SAN JOSÉ DE CALASANZ es el canto del cisne de la pintura religiosa, no solo de Goya, sino de todo el arte moderno. Tras este cuadro, Goya se entrega frenéticamente a sus visiones o a sus reacciones libertarias, y crea esas pinturas negras, con criaturas sin luz, hechas con pulpa de delirio, y esos grabados de LOS DISPARATES, donde el hombre y el monstruo se confabulan en las mismas formas. Y la pintura moderna, entregada a un subjetivismo sin respeto ni canon para los protagonistas divinos, elabora esas lánguidas imágenes que, desde la escuela de los ¨Nazarenos¨ hasta nuestros días, amaneran y endulzan tanto cuadro devoto.
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