martes, julio 04, 2006

LA ÚLTIMA COMUNIÓN DE SAN JOSÉ DE CALASANZ


José Camón Aznar
ABC

En el año 1819 sufre Goya una de sus crisis motivada por una grave enferme­dad, de la que salió con la imaginación soliviantada y la técnica todavía más subje­tiva y furiosa. Pero antes de esta exacerbación de sus rebeldías, Goya ela­bora su obra religiosa de más hondas resonancias espirituales. El 9 de mayo se le encarga por los escolapios de San Antón La úl­tima comunión de San José de Cala­sanz. Y el cuadro es inaugurado el 27 de agosto de este año.

Es difícil establecer una primacía de valores en los cuadros de Goya, y, sin em­bargo, puede afirmarse que quizá sea ésta su obra más compleja, de una intensi­dad emotiva más grave y de una técnica más dócil al temblor y hondura de la ins­piración. La iluminada por un éxtasis más en vilo y la asentada en una más humana comprensión de la santidad.

Con este cuadro Goya rendía su homenaje a las Escuelas Pías, en cuyo colegio, con a­quel padre Joaquín, recordado a Zapater, aprendió no solo las primeras letras, sino el fundamento de las humanidades – Goya sabía latín – que fueron la base de la cultura del gran pintor aragonés. Este cuadro fue precedido de un bo­ceto de factura nerviosa, de rápidos y geniales empastes, iluminado con un rayo metafísico de abolengo rembratiano, que hoy se encuentra en el Museo de Ba­yona.

El cuadro de los escolapios de San Antón es la culminación de un proceso téc­nico que en­cuentra aquí su equilibrio más logrado. El cambio de gama iniciado hacia 1808 y acentuado desde 1814, con su predilección por los negros, los ro­sas, los blancos de cal y los amarillos con luz metálica de oro, se consolida sin acritudes en este lienzo en el que una pin­celada frondosa y apretada, veloz y exenta como los brillos, puede seguir todas las tenuida­des de la expresión.

La escala cromática de Goya se ha reducido y concentrado y las veladu­ras que transparentaban gasas como aguas superficiales y los reflejos largos de toque ve­lazqueño han sido sustituidos por frotes entrecortados y vibrantes por manchas esenciales de cuajada y grumosa luz. Las calidades se consiguen convirtiendo las superficies en un her­videro de destellos, espesando los tonos con una materia pictórica tan sólida y segura, que se coloca con espátula o con cañas y matizando los relieves con esas sombras que modelan sintéticas, como los pulgares.

En los lienzos de ésta época, Goya elabora unos colores ya filtrados por la re­flexión, desgajados de los naturales y con los cuales se consiguen, sin em­bargo, los efectos más veristas y los tactos más reales.

En este cuadro, como en otros de ésta época, las figuras emergen de un fondo gris negruzco atravesado por rayos que la espectralizan. Sobre un esquema del Dominiquino – inspirán­dose, según el señor Sánchez Cantón, en una cuadro de Crespí – crea Goya en San José de Calasanz la fisonomía más transverberada de divinidad, la expresión humana más irradiante de santidad. Parece que esta ca­beza apoya su mentón en la mano de Dios. Goya sitúa frente a frente sin picardía de contrastes, al sacerdote de rural y masiva postura, con el torpor de tener en sus manos todo el misterio, y a San José de Calasanz, de faz abierta y clara como una catedral, tan en el colmo del éxtasis, que no puede haber hiato, entre el agoni­zante y el bienaventurado. No hay en toda la historia del arte un grupo tan im­pregnado de congoja reli­giosa, tan consciente de hallarse en el regazo mismo de lo Eterno. Un séquito recatado de en las sombras contempla este symposio de Dios y los hombres. Los colegiales forman un coro angélico de cabezas inclinadas y los padres escolapios se arrodillan cegados por la divinidad que se posa ahora en los labios del santo.

En este mismo año, Goya regala a las Escuela Pías un cuadrito LA ORACIÓN EN EL HUER­TO, boceto que no llegó a plasmación definitiva. Es el de este cuadro un Cristo implo­rante, en terrible soledad, abrumado de una luz que descubre su total aflicción humana. Ante el ángel que, como los de El Greco, tienen calidad de rayo, Cristo abre los brazos, como cual­quiera de esos reos de muerte que estremeció en otras obras el pincel o el buril de Goya.

Digamos, por último, que LA ÚLTIMA COMUNIÓN DE SAN JOSÉ DE CALASANZ es el canto del cisne de la pintura religiosa, no solo de Goya, sino de todo el arte moderno. Tras este cuadro, Goya se entrega frenéticamente a sus visiones o a sus reacciones libertarias, y crea esas pinturas negras, con criaturas sin luz, hechas con pulpa de delirio, y esos grabados de LOS DISPARATES, donde el hom­bre y el monstruo se confabulan en las mismas formas. Y la pintura moderna, en­tregada a un subjetivismo sin respeto ni canon para los protagonis­tas divinos, elabora esas lánguidas imágenes que, desde la escuela de los ¨Nazarenos¨ hasta nuestros días, amaneran y endulzan tanto cuadro devoto.